Comentario
En el caso de los cuchillos de pedernal con mango de marfil no se trata de objetos de uso profano y cotidiano, sino ritual y ceremonial. Sus puños están labrados en colmillos de hipopótamo, lo que significa que están manufacturados en Egipto. Sin embargo, el estilo de sus relieves es tan nuevo (ya hemos dicho que incluso en tiempos de Negade II no puede hablarse de relieve prehistórico en Egipto), y su temática muestra tantas analogías con el arte de tiempos de Uruk en Mesopotamia, que este grupo de cuchillos desempeña una función primordial en la cuestión del pretendido origen mesopotámico de la cultura y del arte faraónicos. Sus adornos son, en unos casos, animales que desfilan ordenadamente, en hileras, como si los inspirasen las improntas de los sellos cilíndricos. Un ejemplar muy desgastado dispone con evidente disciplina a varias hileras de hombres, unos armados y los demás sentados. En otros casos los motivos desempeñan el cometido de símbolos, sean las dos serpientes que entrelazan sus cuerpos en el ejemplar de Saghel el-Baghliye, sean los temas y escenas del de Gebel el-Arak, obra maestra en su género y una de las grandes joyas de la colección egipcia del Louvre.
Contra lo que hasta ahora era normal, a saber: que las representaciones figuradas adoptasen un tono de tipismo y generalización, el cuchillo de Gebel el-Arak parece referirse a algo extraordinariamente importante y fuera de lo común. Por uno de sus lados se resumen los incidentes de una batalla en la que intervienen barcos, algunos de ellos con el casco en forma de creciente lunar, como los de la D-ware de la cerámica de Negade II, pero otros, quizá los de la flota enemiga, con el casco recto y la proa y popa muy levantadas, como cuernos, un tipo de embarcación muy conocido y documentado en Mesopotamia, aunque también aparezca entre los grabados rupestres de los desiertos. He aquí, pues, un documento de un problema peliagudo: ¿Experimentó realmente el Egipto prehistórico una invasión de asiáticos? Son muchos los orientalistas que no sólo lo creen así, sino que consideran a esos asiáticos invasores como la aristocracia del nuevo Egipto. Luego volveremos sobre este asunto.
Por el otro lado del mango, leones y cánidos se entremezclan en una manada de gacelas. También aquí hay persecución y lucha, pero toda la escena está presidida por el grupo simbólico de un personaje que parece domar y acariciar a dos leones rampantes. Un grupo semejante lo hemos visto ya en los murales de Hierakónpolis, sin darle excesiva importancia, de modo que si ahora hemos de dársela, la razón estriba en que ese domador tiene los mismos rasgos iconográficos que el Dumuzi sumerio, con su faldellín, su gorro de ancho reborde y su poblada barba redondeada. Este personaje tan conocido en Mesopotamia es un extraño en el mundo egipcio, sin que sepamos ni cómo ni por dónde vino. La composición del relieve también es nueva con respecto a lo anterior.
Con estos documentos por delante veamos cómo dos especialistas en el tema interpretan, cada uno desde su propio punto de vista, la cuestión de este cambio súbito que se aprecia en Egipto. Primero, un defensor de la tesis asiática, Walter B. Emery:
"A finales del IV milenio a. C. encontramos a las gentes conocidas tradicionalmente como seguidores de Horus formando lo que parece una aristocracia civilizada, o raza dominadora, que rige a la totalidad de Egipto. La teoría de la existencia de esta raza dominadora (la de los p'.t, frente a la de los subyugados rhj.t) está apoyada por el descubrimiento de que las tumbas del último período predinástico de la parte norte del Alto Egipto contenían los restos anatómicos de un pueblo cuyos cráneos eran de un tamaño mucho mayor y cuyos cuerpos eran más altos que los de los nativos. La diferencia es tan considerable, que resulta inconcebible que estas gentes desciendan de la población preexistente. La fusión de las dos razas hubo de ser muy intensa, pero no tan rápida como para que en el momento de la Unificación pudiera considerarse realizada. Durante todo el Período Arcaico, en efecto, la diferencia entre la aristocracia civilizada y la gran masa de los nativos es muy apreciable, particularmente en lo que se refiere a las costumbres funerarias de unos y otros. Sólo a finales de la II Dinastía encontramos pruebas de que las clases inferiores adoptan la arquitectura funeraria y el modo de enterramiento de sus señores.
El origen racial de estos invasores se desconoce, y la ruta que siguieron para su penetración en Egipto es igualmente oscura. Analogías de sus artes decorativas, el empleo del sello cilíndrico, y sobre todo los paneles escalonados de su arquitectura monumental, señalan una conexión inconfundible con las culturas contemporáneas de Mesopotamia. Pero junto a estas semejanzas hay también grandes diferencias, y en el presente estado de nuestros conocimientos sería prematuro pronunciarse sobre esta importante cuestión. En el supuesto de que la llegada del pueblo dinástico se hubiese verificado como una invasión de hordas procedentes del este, la documentación existente apunta al Wadi Hammamat, la gran ruta mercantil que une el mar Rojo desde el-Quseir con el valle del Nilo en Quft, como su vía de acceso. Pero se ha observado con razón que la ruta del Hammamat presentaría grandes dificultades a un ejército numeroso por la escasez de agua que se hace sentir en un trecho de más de 200 kilómetros. Una alternativa como puerta de entrada podría ofrecerla el Wadi el-Tumilat en el flanco oriental del Delta, camino que permitiría a un ejército invasor arrollar el Delta y, siguiendo el borde del desierto, alcanzar el curso principal del Nilo y por último subyugar el Alto Egipto. Una conquista de este tipo, por cualquier camino que viniese, requeriría mucho tiempo, muchas campañas, varios jefes y varias tribus, así que en ciertos aspectos se parecería a la conquista sajona de Inglaterra, y de modo análogo a ésta, daría por resultado la fundación de varios estados que se disputarían la supremacía".
Un representante de la tesis contraria, W. Helck, los supone oriundos del desierto occidental, de lo que hoy sería Libia, y los identifica con los introductores de la cultura de Negade II. Sin contradecir los estímulos orientales, asiáticos, a que se debe la formación de la cultura egipcia histórica, esta tesis los explica por asiduos contactos entre una y otra zona, pero no por una invasión de gentes de aquélla en los dominios de ésta. A nuestro modo de ver, esta segunda teoría resulta más natural, menos forzada y convencional que la otra.